Una
idea que ha sido incuestionable en la región desde hace más de 3 décadas es la
necesidad de las políticas sociales. La
justificación ha ido cambiando en el tiempo pero siempre ha habido forma de
promoverla. En un comienzo fue para aliviar
los costos de los ajustes para salir de la inflación, luego el discurso fue más
redistributivo, y ahora es la inclusión y la necesidad de fortalecer la
democracia. Como fuere, el mandato es
que el presupuesto para políticas sociales debe ocupar un gran espacio en el
presupuesto público.
Santiago
Levy, vicepresidente del BID, y padre del programa de transferencias
condicionadas en México escribió hace unos años un libro que debería ser de
lectura obligatoria para todos aquellos que se ponen fajín ministerial. El libro
se llama “Buenas intenciones y malos resultados” . El libro en una frase
muestra cómo muchos gobiernos se equivocan completamente al adoptar políticas
sociales sin preguntarse cuáles son las consecuencias en otros sectores de la
economía de esas políticas que parecen tan bien intencionadas.
Un
ejemplo típico es la seguridad social. Estos programas nacieron en la región
después de la posguerra (para los más jóvenes, después de la segunda guerra
mundial). Era el boom de los sectores industriales en nuestros países y
empezaban a ser más visibles en las ciudades las masas de trabajadores
dependientes. Europa continental ya
había adoptado estas políticas varias décadas antes y era más que una conquista
social una señal de progreso. En la mayoría de los países los trabajadores, las
empresas, y el Estado pagaban de manera conjunta este beneficio que permitiría
atender a una creciente masa de trabajadores. Hasta ahí las buenas intenciones.
El
problema de esta decisión es que este beneficio no tenía el carácter universal
a pesar de ser financiado (en parte) con impuestos que todos pagaban. Entonces,
este beneficio aparentemente bien diseñado con el corazón pecaba de ser muy
inequitativo. Se estaba redistribuyendo exactamente al revés de lo que uno
quería. Pero ese no era el único
problema. Sin pensarlo mucho, el gobierno había establecido una diferencia
entre el costo salarial de un trabajador formalmente empleado y uno
informalmente empleado. Para la empresa de tamaño medio o pequeño se abría la
posibilidad de querer contratar a esta persona de manera informal confiado en
que los gobiernos pueden fiscalizar medianamente bien a las empresas grandes
pero es casi imposible hacerlo a empresas más chicas. Lo cierto es que ahora había un incentivo
para demandar más trabajadores informales. Ese es un resultado que no lo quiere
el Ministro de Economía, ni tampoco el de Trabajo o inclusive el de Salud.
Lo que
corresponde es dar ese beneficio de manera universal pero financiarlo con
impuestos generales. Hoy, los países de la región están muy lejos de este
ideal. El financiamiento de muchos de estos programas está asociado a ser
trabajador dependiente. Es decir, cada programa adicional hace más y delgado al
sector formal. Es decir, se promueve la informalidad, las firmas más chicas y
por tanto más improductivas. ¿Están los
gobiernos dispuestos a reducir significativamente el costo de ser formal?
Las
políticas sociales mal diseñadas terminan segmentando el mercado laboral, es
decir, promoviendo informalidad y baja productividad. Como dice Levy, la
informalidad cuesta, nos empobrece.