Saturday, April 21, 2012

Buenas intenciones que empobrecen


Una idea que ha sido incuestionable en la región desde hace más de 3 décadas es la necesidad de las políticas sociales.  La justificación ha ido cambiando en el tiempo pero siempre ha habido forma de promoverla.  En un comienzo fue para aliviar los costos de los ajustes para salir de la inflación, luego el discurso fue más redistributivo, y ahora es la inclusión y la necesidad de fortalecer la democracia. Como fuere,  el mandato es que el presupuesto para políticas sociales debe ocupar un gran espacio en el presupuesto público.  

Santiago Levy, vicepresidente del BID, y padre del programa de transferencias condicionadas en México escribió hace unos años un libro que debería ser de lectura obligatoria para todos aquellos que se ponen fajín ministerial. El libro se llama “Buenas intenciones y malos resultados” . El libro en una frase muestra cómo muchos gobiernos se equivocan completamente al adoptar políticas sociales sin preguntarse cuáles son las consecuencias en otros sectores de la economía de esas políticas que parecen tan bien intencionadas.  

Un ejemplo típico es la seguridad social. Estos programas nacieron en la región después de la posguerra (para los más jóvenes, después de la segunda guerra mundial). Era el boom de los sectores industriales en nuestros países y empezaban a ser más visibles en las ciudades las masas de trabajadores dependientes.  Europa continental ya había adoptado estas políticas varias décadas antes y era más que una conquista social una señal de progreso. En la mayoría de los países los trabajadores, las empresas, y el Estado pagaban de manera conjunta este beneficio que permitiría atender a una creciente masa de trabajadores. Hasta ahí las buenas intenciones.

El problema de esta decisión es que este beneficio no tenía el carácter universal a pesar de ser financiado (en parte) con impuestos que todos pagaban. Entonces, este beneficio aparentemente bien diseñado con el corazón pecaba de ser muy inequitativo. Se estaba redistribuyendo exactamente al revés de lo que uno quería.  Pero ese no era el único problema. Sin pensarlo mucho, el gobierno había establecido una diferencia entre el costo salarial de un trabajador formalmente empleado y uno informalmente empleado. Para la empresa de tamaño medio o pequeño se abría la posibilidad de querer contratar a esta persona de manera informal confiado en que los gobiernos pueden fiscalizar medianamente bien a las empresas grandes pero es casi imposible hacerlo a empresas más chicas.  Lo cierto es que ahora había un incentivo para demandar más trabajadores informales. Ese es un resultado que no lo quiere el Ministro de Economía, ni tampoco el de Trabajo o inclusive el de Salud.
Lo que corresponde es dar ese beneficio de manera universal pero financiarlo con impuestos generales. Hoy, los países de la región están muy lejos de este ideal. El financiamiento de muchos de estos programas está asociado a ser trabajador dependiente. Es decir, cada programa adicional hace más y delgado al sector formal. Es decir, se promueve la informalidad, las firmas más chicas y por tanto más improductivas.  ¿Están los gobiernos dispuestos a reducir significativamente el costo de ser formal? 

Las políticas sociales mal diseñadas terminan segmentando el mercado laboral, es decir, promoviendo informalidad y baja productividad. Como dice Levy, la informalidad cuesta, nos empobrece.

Publicado en El Comercio, Abril 21, 2012