No tengo idea como enfrentaría la noticia que mi casa se derrumbó con el terremoto. No tengo ahorros que puedan reponerla, no tengo otros activos que pueda vender para reponerla. Lo único que me quedaría sería esperar el auxilio temporal de mis familiares ante la emergencia. Esta debe ser la tortura mental por la que están pasando muchos de los iqueños y para la cual pocos de nosotros podríamos sentirnos preparados.
¿Debería asegurar mi casa contra terremotos? Esta pregunta se la debe estar haciendo más de un lector que ha visto la capacidad destructiva del terremoto de hace dos semanas. La pregunta se hace más difícil de evadir cuando uno se entera que el costo de dicho seguro es relativamente bajo. Usted puede estar pagando 400 dólares al año por tener su auto asegurado cuando asegurar su casa frente a terremotos le costaría la mitad de dicho monto. Obviamente, nos cuesta tomar la decisión de asegurar nuestros activos frente a eventos extremos porque les asignamos una probabilidad de ocurrencia bajísima sino prácticamente nula. Ya sea porque confiamos en la calidad de los materiales que hemos empleado en la construcción o porque nunca vimos ninguna casa en nuestro vecindario caer demolida frente a un terremoto. Por ello el mercado de seguros frente a siniestros tan destructivos como los terremotos prácticamente no existe en Perú.
Pero si de la perspectiva individual o familiar vamos a una más macroeconómica cabría preguntarse que tipo de seguros tiene el Estado frente a estas catástrofes. Por el momento parece que el Estado sólo tiene como estrategia ante el desastre el pedir ayuda a nacionales, extranjeros, religiosos o no, deportistas o artistas, industriales o jubilados. Varias entidades han calculado que el costo de la reconstrucción bordea los 500 millones de dólares. Esta cifra no es gigantesca, sólo representa 0.5 por ciento del PBI y no debería representar un grave bache fiscalmente hablando. Al menos no esta vez.
En un trabajo reciente Barro, un conocido economista norteamericano, encuentra que esos eventos extremos pero infrecuentes han sido mucho más costosos en términos de bienestar que las fluctuaciones cíclicas que típicamente enfrentan las economías. De los 6000 desastres naturales ocurridos en los últimos 30 años más de tres cuartas partes afectaron a los países en desarrollo y 99 por ciento de las personas afectadas fueron de dichos países. Es decir, no sólo tenemos mala suerte sino que cuando la tenemos nos va mucho peor que al mundo desarrollado. Los países pueden entrar en serios problemas macroeconómicos dependiendo de la gravedad del incidente. En Belice el costo del devastador huracán Keith en el 2000 fue de 33 por ciento del PBI. Al año siguiente otro huracán le costó 6 puntos más de su PBI. Como imaginarán se desató una crisis fiscal severa y prolongada sencillamente porque no tenían mecanismo alguno para enfrentar el costo de un evento de esas dimensiones. En Perú como en muchos otros países lo único que se hace es tener dentro del presupuesto anual un fondo para contingencias y un ciento de velitas para poner una a cada santo. Claramente esta no es la mejor solución.
El año pasado México sorprendió a los mercados emitiendo los llamados bonos catástrofe, que le permite a México contar con 450 millones de dólares (casi lo que cuesta reponer los destrozos en Ica) en el caso de un terremoto. Ahora que el MEF tiene un manejo más dinámico de sus pasivos debería poner en estudio la viabilidad y conveniencia de emitir bonos para la siguiente e inevitable catástrofe.
Publicado en El Comercio Agosto 30, 2007
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