No es raro que en muchos
mercados en nuestro país tengamos situaciones donde no existe una competencia
sana e intensa. Cuando esto pasa típicamente el beneficiado es quien provee el
servicio, no el consumidor. En parte, esto es el producto de que nuestra economía
aun no es tan desarrollada o integrada al resto del mundo. Si los mercados
estuvieran poblados por una gran cantidad de potenciales consumidores que
pueden con libertad migrar de proveedor del bien o servicio sería otra cosa.
Pero piensen en la cantidad de elementos que bloquean este tipo de
comportamiento que como sabemos disciplina a los participantes de un mercado.
Por ejemplo, si una panadería se le ocurre variar sus recetas para ahorrar
costos y ahora nos ofrece unos panes más pequeños al mismo precio que antes, lo
más probable es que una buena parte de su clientela le haga saber su
inconformidad votando con los pies, es decir, yendo a otra panadería. Si el
gobierno pusiera una restricción que impida poner una panadería a dos
kilómetros a la redonda, lo más probable es que muchos de esos clientes
molestos no les quede otra salida que seguir comprando en dicha panadería. Esa
es una típica barrera burocrática que reduce la competencia, y permite
comportamientos o decisiones que van en contra del bienestar de los
consumidores.
Pero las barreras burocráticas
que traban la sana competencia están por todos lados y asumen muchas formas
distintas. Acabamos de ver que finalmente después de muchísima discusión se
aprobó una norma que exige a las instituciones del sistema financiero a publicar
una tasa que permita comparar cual es la opción más adecuada cuando se trata de
una tarjeta de crédito. Este ejemplo es muy interesante porque hay muchos
productos cuyo “precio” es una mezcla de varios precios. Esto de por si
complica el proceso de competencia, pues el consumidor que quiere comparar cual
de dos productos le conviene más termina mareado con la multiplicidad de
precios que conforman el precio de dicho producto o servicio.
Imaginen que están en una
subasta por un servicio pero en lugar de que cada uno de los posibles
ofertantes nos den un único precio por sus servicios, uno de ellos nos lanza 10
precios que componen su oferta, otro de ellos nos dice que en realidad tiene 10
precios aunque no corresponden a los mismos 10 servicios ofrecidos por el
primero, y así sucesivamente hasta que para cualquiera de nosotros sea imposible
comparar. Por eso que los reguladores a
veces deben ayudar a que prospere la competencia evitando que los actuales
proveedores de un mercado en particular protejan sus posiciones detrás de una
manera confusa de ponerle precio a sus servicios.
Según los modelos teóricos, lo
ideal en una subasta es extraerle a cada uno de los ofertantes el verdadero
valor de lo que están dispuestos a aceptar por sus servicios, de esa manera el
beneficiado es el consumidor que no tiene porqué pagar un precio más alto que lo que pagaría si hubiese auténtica
competencia. Para que eso pase, se
necesita que la subasta se base en una oferta simple de entender, no una mezcla
de precios detrás de un servicio. Sin embargo, a veces nuestros reguladores no
parecen entender algo tan simple como esto.
Publicado en El Comercio, Junio 30, 2012
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