No hace falta ser congresista para que a uno, me incluyo en la lista, sienta cierta fascinación por tener capacidad para cambiar las cosas que percibe como inadecuadas. Obviamente que sentados en una curul cualquier persona siente que pasa a ser su obligación el tratar de desatar nudos, remover obstáculos y cosas por el estilo. El problema no está en estas buenas intenciones mezcladas o no con cierta vanidad. El problema está en que cualquier decisión que se exprese en una modificación de las normas que afecte a algún mercado específico pueden tener efectos inclusive totalmente opuestos a los motivaron la iniciativa legislativa. La razón simplemente puede estar en que la nueva ley no modifica los verdaderos incentivos que determinan lo que pasa en dicho mercado. Pongamos un ejemplo para explicar a lo que me refiero.
Imagínense que alguna autoridad está preocupada por la calidad del pan que se vende en las panaderías. Frente a esta preocupante situación que afecta a una enorme mayoría de la población dicha autoridad no se le ocurre mejor idea que exigir que cada panadería será visitada por un inspector al inicio de la jornada. De este modo, este inspector verificará el proceso y certificará que el pan de dicha panadería se hace de la manera que “la ley manda”. La autoridad se sentirá feliz de estar resolviendo el problema que a diario enfrentan las familias al tener que consumir un pan de mala calidad. ¿Dónde están los problemas que la ley añade en lugar de resolver? Para empezar uno debería preguntarse quién será el que cubra el costo de tremenda supervisión. En segundo lugar, este sistema de supervisión genera una renta al inspector quien podría verse incentivado a “negociar” con el dueño de cada panadería para que por una suma razonable el inspector otorgue el certificado de calidad sin que el establecimiento se lo merezca. Es más, de repente alguien saldría con la idea que se necesita además un grupo de supervisores de estos inspectores y así sucesivamente. Todo esto podría llevar a que el número de panaderías caiga, sea más difícil obtener un pan de calidad y que el precio sea mucho mayor al que podría ser dado que se están añadiendo costos de transacción innecesarios.
El mercado sin que el Estado o alguna bien intencionada autoridad haya hecho algo muchas veces ya impuso su voz. Aquellas panaderías que ofrecen productos de baja calidad serán desplazadas por aquellas que logran combinar una escala de producción suficientemente alta con buenos productos a un precio razonable. Es decir, los consumidores de un lado votan con su dinero sobre cuáles son las panaderías que ofrecen un mejor producto a un precio razonable. Por otro lado, son los empresarios que potencialmente podrían abrir nuevas panaderías los que al ver un mercado mal atendido podrían interesarse en sacar del mercado a los participantes más precarios.
De repente la verdadera causa de la baja calidad del pan que se vendía en nuestro ejemplo era la existencia de un control de precios, o que el Estado había impuesto trabas burocráticas a la apertura de nuevas panaderías. Por ejemplo, (1) no se puede abrir una panadería muy cerca de alguna ya existente, o (2) para abrir una panadería hay que gastar una suma enorme en certificados o trámites innecesarios. Es decir, el Estado puede reducir la capacidad de que sean las propias fuerzas del mercado las que actúen en beneficio del consumidor. Muchas veces más que nuevas leyes, se necesita menos trabas e inclusive algunos problemas se resuelven con menos leyes y más mercado.
Publicado en El Comercio, Septiembre 28, 2006
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